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Sep, 29, 2006


 

 

 

 

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El pianista en el centro comercial.

Paulo Cohelo

Estoy andando, distraído, por un centro comercial, acompañado de una amiga violinista. Úrsula, nacida en Hungría, es en la actualidad una figura destacada en dos filarmónicas internacionales. De repente, me agarra del brazo:

-¡Escucha!

Escucho. Oigo voces de adultos, gritos de niño, ruidos de televisores encendidos en tiendas de electrodomésticos, zapatos que, saltando, golpean el suelo de ladrillos, y aquella famosa música, omnipresente en todos los centros comerciales del mundo.

-¿Acaso no es maravilloso?

Respondo que no he oído nada maravilloso o fuera de lo normal.

-¡El piano! –dice, mirándome con decepción-. ¡Ese pianista es maravilloso!

-Será una grabación.

-No seas bobo.

Al escuchar con más atención, resulta evidente que la música es en vivo. Están tocando en este momento una sonata de Chopin, y ahora que consigo concentrarme, las notas parecen ahogar todo el barullo que nos rodea. Caminamos por los pasillos llenos de gente, de tiendas, de ofertas, de cosas que, según los anuncios, todo el mundo tiene, excepto usted o yo. Llegamos a la zona de restaurantes: gente comiendo, hablando, discutiendo, leyendo el periódico, y una de esas atracciones que todo centro comercial procura ofrecer a sus clientes.

En este caso, un piano y un pianista.

Toca otras dos sonatas de Chopin, y después Schubert, Mozart. Debe de tener unos treinta años; una placa colocada al lado del pequeño palco explica que se trata de un famoso músico de Georgia, una de las antiguas repúblicas soviéticas. Debe de haber buscado trabajo, y, después de no encontrar más que puertas cerradas, se desesperó, se resignó, y ahora está aquí.

Pero no estoy seguro de que esté aquí: sus ojos se dirigen hacia el mundo mágico donde esas músicas fueron compuestas, sus manos comparten con todos el amor, el alma, el entusiasmo, lo mejor de sí mismo, sus años de estudio, de concentración, de disciplina.

Sólo parece no haber entendido una cosa: nadie, absolutamente nadie ha venido aquí para escucharlo, sino para comprar, comer, distraerse, ver escaparates, encontrarse con amigos. Una pareja se detiene a nuestro lado, hablando en voz alta, y luego sigue adelante. El pianista no lo ha visto, sigue conversando con los ángeles de Mozart. Tampoco ha visto que hay una audiencia de dos personas, una de las cuales, virtuosa del violín, lo escucha con lágrimas en los ojos.

Recuerdo una capilla donde una vez entré por casualidad y vi a una joven tocando para Dios. Pero era una capilla, y aquello tenía sentido. En este caso, nadie lo oye, tal vez ni siquiera el mismo Dios.

Mentira. Dios lo oye. Dios está en el alma y en las manos de este hombre, porque está dando lo mejor de sí mismo, sin importarle ningún reconocimiento ni el dinero que reciba. Toca como si estuviese en La Scala de Milán, o en la ópera de París. Toca porque ése es su destino, su alegría, su razón de vivir.

Me embarga una sensación de profunda reverencia, de profundo respeto por un hombre que en este momento me está recordando una lección importantísima: cada uno tiene una misión personal por cumplir, y punto final. No importa si los demás te apoyan, te critican, no te hacen caso o te toleran; tú haces aquello porque es tu destino en este mundo, es la fuente de toda alegría.

El pianista termina otra pieza de Mozart, y por primera vez se da cuenta de nuestra presencia. Nos saluda con un educado y discreto movimiento de cabeza, y nosotros hacemos lo propio. Pero enseguida vuelve a su paraíso, y es mejor dejarlo allí, sin que nada en este mundo pueda estorbarlo, ni siquiera nuestros tímidos aplausos. Nos sirve de ejemplo a todos nosotros. Cuando pensemos que nadie presta atención a lo que estamos haciendo, recordemos a este pianista: él estaba conversando con Dios a través de su trabajo, y el resto no tenía la menor importancia.

Brinco al inicio

 

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