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Dic. 18, 2006


 

 

 

 

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El manto de Mariluz

Otra leyenda de Navidad para compartir en familia.

Por Emilio Freixas

Toda la familia había acudido a la misa de gallo; incluso la abuelita que pasaba de los ochenta años, no había querido faltar aquella noche a la iglesia, de modo que, arrastrando pesadamente sus cansados pies y a pesar de la nieve y el helado viento, había recorrido con toda la familia los dos kilómetros que separaban la casa de la iglesia, llevando de la mano a la pequeña y dulce Mariluz, la mas joven de los cuatro hijos de la familia.

Una vez en la iglesia, la pequeña, acurrucada junto a su abuelita, parecía transportada al cielo, tal era la sublime expresión de sus ojos durante la celebración. Cuando la misa terminó se dispuso toda la familia al regreso, no sin antes seguir la costumbre de desfilar ante una imagen del Niño Jesús, que junto al altar, parecía mirarles con inmensa dulzura. Todos besaron la bella imagen, pero al tocarle el turno a la pequeña, tuvo ésta la sobrecogedora impresión de que en lugar de besar a un Niño Jesús de madera pintada, lo había hecho a un niño de llenitas y tibias mejillas, en tanto que los ojos del Divino Niño se fijaron en ella llenos de vida.

Temerosa de que no le creyeran, no quiso decir nada por el momento a su familia; pero al alejarse, lo hizo con la evidente sensación de que su alma se quedaba allí, junto a la cuna del Salvador, y una de las innumerables veces que volvió la cabeza, antes de llegar a la puerta de salida de la iglesia, se fijó en que el Niño Jesús se hallaba casi desnudo y pensó que si aquella criatura era, como le había parecido a ella, de carne y hueso, no podía menos que sentir un terrible frío en aquella madrugada en cuanto apagaran las velas que le rodeaban, y con esta angustiosa idea empezó a alejarse de allí junto a su familia; pero a los pocos pasos sintió en su alma el dolor de dejar al pobre niño solo y abandonado y con el cuerpecito entumecido; así que, no pudiendo resistir aquella penosa sensación y procurando no ser vista, volvió a entrar a la iglesia y quitándose el mantón de lana que llevaba puesto, cubrió con él al Niño que la miró agradecido. Enseguida volvió al camino corriendo hasta alcanzar a su abuelita, guareciéndose junto a ella y procurando envolverse con el extremo del mantón de la anciana.

Debido a la oscuridad reinante y al mal tiempo, del que cada cual procuraba resguardarse como podía, nadie se dio cuenta de la fuga y el regreso de la niña ni tampoco de que ésta no llevaba puesto su mantón.

Entretanto, Mariluz, tiritando, mal protegida por los vuelos del matón de la abuela, se consolaba del intenso frío pensando que gracias a su sacrificio, el Divino Niño estaría bien abrigado aquella madrugada.

En cuanto llegaron a la casa, la niña sin decir nada, se acostó con el cuerpo medio helado, buscando en su cama el calor que le faltaba, y cuando se durmió, empezó a soñar. Se le apareció el nevado paisaje que acababan de dejar, en medio de la negra noche, en la que el helado viento le azotaba el rostro y su cuerpo temblaba terriblemente mientras ella iba caminando penosamente por el sendero, pisando la nieve endurecida por la helada y sin poder llegar nunca a casa.

De pronto una resplandeciente luz lo iluminó todo, los nevados abetos se convirtieron en maravillosos rosales de blancas y olorosas flores y el helado camino se trasformó en una mullida alfombra cuajada de diminutas florecillas que conducían a un blanco y radiante palacio, cuya cúpula brillaba al sol, y a cuyo influjo percibió su cuerpo un suave calor que disipó por completo el temblor del que antes estuviera preso, serenando por completo su ánimo. Luego su asombro fue en aumento al observar a su lado a Jesús, esta vez vestido con una blanca túnica y que, mirándola dulcemente, se quitaba el manto de la niña que aún llevaba puesto y la cubría con él. Al recibir ella el manto sobre sus hombros, su corazón se inundó de luz en tanto que su cuerpo abrigado con él parecía flotar, Jesús le habló: “Querida Mariluz, muchas veces en el transcurso de la vida verás como los hombres me dejan abandonado al terrible frío de su falta de amor, preocupados por sus propias ambiciones y cuidados, sin pensar que ese mismo frío helará su corazón, impidiéndoles llegar al seno de Dios. Tú me has dado el calor de tu amor, simbolizado en tu manto, y por eso ese mismo calor es el que ahora vuelve a tu corazón al cubrirte yo con él.”

Seguidamente levantó su mano derecha, y le señaló el final del florido camino en donde se hallaba el palacio que viera la niña.

La pequeña, siguiendo la indicación de Jesús, entró en el palacio, y la sensación de flotar en medio de una gran luz volvió a invadirla mientras se fundía su alma en una oleada de amor divino.

Un rayo de sol, entrando por la ventana y dándole en la cara, despertó a la niña, que aún se hallaba fascinada por su dulce sueño. Mariluz exclamó: “¡Qué lástima que todo haya sido un sueño!”, pero cuando miró su cama vio sobre ella el manto que la noche anterior dejara en la iglesia, cubriendo el desnudo cuerpo del Niño Jesús, y que nadie supo jamás explicar cómo había llegado hasta allí.

 Lic. Rosa Elena Ponce V. 

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